Había dos amigos del rey, y ambos
fueron declarados culpables de un crimen. Como los amaba a ambos, el rey
deseaba ser magnánimo con ellos, pero no podía absolverlos, pues ni siquiera la
palabra de un rey puede imponerse a la ley. Entonces pronunció este veredicto:
‘Se extendería una cuerda floja por encima de un profundo precipicio y, uno
tras otro, los dos debían cruzar, y al que llegara al lado opuesto se le perdonaría
la vida.’
Se hizo la voluntad del rey y el
primero de los amigos alcanzó el otro lado. El otro, aún parado en el mismo
lugar, le gritó al primero:
- ¿Dime, amigo, cómo lograste cruzar? Y el primero le contestó:
- Sólo sé una cosa: en cuanto sentía que me tambaleaba hacia un lado, me inclinaba hacia el lado opuesto.
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