Keichu, el gran maestro zen de la era de Meiji eral el abad de Tofuku,
un enorme templo de Kyoto. Un día vino a
visitarle por primera vez el gobernador de kyoto.
Su asistente le llevó la tarjeta de visita del gobernador, en la que se
leía: “Kitagaki, gobernador de Kyoto”.
No tengo nada que tratar con ese tipo dijo Keichu a su asistente. Dile que se largue de aquí.
El asistente devolvió la tarjeta con sus disculpas:
Ha sido culpa mía dijo el gobernador.
Tomó un lápiz y tachó las palabras “gobernador de Kyoto”.
Pregúntale otra vez a tu maestro.
¡Ah! ¿Es Kitagaki? Exclamó el
maestro cuando leyó la tarjeta. Hombre,
dile que pase.
La existencia es una celebración
continua, excepto para el ser humano. La
existencia es un carnaval, una orgía de alegría, excepto para el ser
humano. El ser humano se ha salido de
esta tremenda celebración sin fin. El
ser humano ha dejado de formar parte de ella, y permanece solo, alineado. Es como si el ser humano hubiera perdido las
raíces que debería tener en la existencia.
El ser humano es un árbol que está muriéndose, secándose, que ha dejado
de estar vivo. Los pájaros ya no vienen a posarse en sus ramas, las nubes no le
cantan, los vientos no danzan a su alrededor.
¿Qué le ha sucedido al ser
humano? ¿Y cómo? ¿Por qué se halla en un infierno así? ¿Por qué está el ser humano metido en tal
situación? Debe haber algo fundamental
que no funciona. El análisis zen, el diagnóstico zen, se debe a que el ser
humano piensa que es. Los árboles no piensan, carecen de yo. Las piedras no
piensan, carecen de un yo. El cielo carece de un yo, la tierra carece de un
yo. Sin un yo no hay posibilidad de caer
en la miseria. El yo es la puerta que da
a la miseria. El Buda lo llamó atta, el
ego, el yo.
Somos desgraciados porque estamos
demasiado en el yo. ¿Qué quiere decir
que estamos demasiado en el yo? ¿Y qué
sucede exactamente cuando estamos demasiado en el yo? O bien se está en la existencia o en el yo,
pero ambas cosas no son posibles. Estar en el yo significa estar aparte, ser
separado. Estar en el yo significa convertirse en una isla. Estar en el yo
significa trazar una línea de separación a tu alrededor. Estar en el yo significa realizar una
distinción entre “esto soy yo” y “esto no soy yo”. La definición, la separación entre “yo” y “no
yo”, es lo que es el yo; el yo aísla.
Y te congela, dejas de fluir. Si
fluyes, el yo no puede existir; por eso la gente parece cubitos de hielo. Si
carecen de toda calidez no pueden albergar nada de amor. El amor es calidez, y ellos tienen miedo del
amor. Si les llega algo de calidez,
empiezan a deshacerse y desaparecen las fronteras. En el amor desaparecen las fronteras; en la
alegría también desaparecen, porque la alegría no es fría. Nada es frío, excepto la muerte. El yo es muy
frío. El yo es la muerte. Quienes viven en el yo están ya muertos, o
tal vez ni siquiera llegaron a nacer. Se
perdieron su nacimiento. Nacer, vivir, significa fluir, ser cálido, deshacerse,
disolverse, no saber dónde se acaba y dónde comienza la existencia, desconocer
los límites, permanecer en esa consciencia difusa. Eres consciente, desde luego, pero no hay
consciencia de la propia identidad. La
consciencia en sí misma es inconsciente de la propia identidad.
La consciencia puede convertir al
ser humano en el ser más feliz de la tierra.
Es una gran oportunidad… pero justo al lado acecha un peligro. La consciencia puede convertirse en egocentrismo
en cualquier momento, y en el instante en que la consciencia se vuelve
egocentrismo, lo que iba a ser gozo se torna maldición. Te conviertes en algo muerto. Entonces sólo pretendes estar viviendo, te lo
crees. Pero lo único que haces es arrastrarte,
esperar a que llegue la muerte y te libere de esta supuesta vida. El enfoque
zen trata de cómo volver a convertirte en un no-yo. De cómo volver a disolver las demarcaciones,
cómo no aferrarse a estas demarcaciones. Cómo volver a abrirse. Cómo ser vulnerable, cómo estar disponible
para la existencia, de manera que pueda penetrarte hasta la médula.
Dice Lao-Tzu: “Todo el mundo
parece tan seguro de sí mismo, menos yo.
Todo el mundo parece tan bien definido, menos yo. Yo permanezco muy indefinido, ambiguo. Exactamente no sé dónde estoy o qué soy o qué
no soy. No sé cómo definir el yo y el
otro. No sé dónde se separan “yo” y “tú”. Esencialmente, no están
separados. “Yo” es la polaridad de “tú”;
son vibraciones de la misma energía. Esa
energía que habla en mí está escuchando en ti; no está separada, no puede
estarlo. Es un único espectro, sólo una
longitud de onda. La misma onda que
habla en mí está escuchando en ti. La
misma energía es hombre en ti y mujer en otra persona. La misma energía es ser humano en ti y
vegetal en los árboles. La existencia
está hecha de la misma energía. Es un
único material, tanto en las piedras como en las estrellas; en el hombre y en
la mujer. Es un todo.
Perder ese todo y confinarse en
el yo es la desgracia. Ese es el
infierno. No esperes ningún otro
infierno, ya estás en él. Tu ego es tu
infierno. No hay otro. No pienses en un lugar profundo, oculto bajo
la tierra. Está aquí, ya estás en él,
está en ti. Viene con el ego. Debemos
comprender este fenómeno del ego. Una
vez que lo comprendamos, el zen se torna muy claro. Entonces el zen resulta ser una metodología
muy, muy sencilla. Una vez que en ti surge la comprensión de qué es este yo,
puedes convertirte fácilmente en no-yo.
Esa comprensión misma te libera del yo.
Al surgir la comprensión el yo empieza a desaparecer, de la misma manera
que cuando enciendes la luz en una habitación desaparece la oscuridad.
Primero hay que entender que
cuando nace un niño carece de ego. No
sabe quién es. Es una hoja en blanco. A partir de entonces empezamos a escribir en
él. Le decimos que es un niño o que es
una niña, que es musulmán o hinduista, que es bueno o malo, que es inteligente
o estúpido. Empezamos alimentarle
ideas. Empezamos a proporcionarle ideas
acerca de quién es. Que si es hermoso o
no, obediente o desobediente, amado o no amado, necesitado o prescindible… un
continuo torrente de ideas. Esas ideas
se van acumulando en su consciencia, y el espejo empieza a cubrirse de mucho
polvo y algunas de las ideas comienzan a fijarse, a enraizarse en el ser del
niño. Empieza a pensar de la manera que
le has enseñado.
Poco a poco, se olvida totalmente
de que llegó al mundo como pura vaciedad.
Empieza a creer. Y un niño confía
sin límites. Confía en todo lo que le
dices. Te ama. Todavía no duda, todavía no sospecha. ¿Cómo podría sospechar? Es tan puro… es sólo pura consciencia, puro
amor. Así que, cuando su madre le dice algo,
él confía. Ahora los psicólogos dicen que si le repites algo a una persona
continuamente, acaba convirtiéndose en eso.
Te conviertes en lo que piensas que eres. Bueno, no es que te conviertas
en ello, sino que esa idea se enraíza profundamente, y de eso es de lo que
trata el condicionamiento. Si le repites
continuamente a un chavalín que es
estúpido, se tornará estúpido, empezará a pensar que es estúpido. Y no sólo eso, sino que comenzará a
comportarse de manera estúpida. Tendrá
que ajustarse a cierta idea que se le ha dado.
Cuando todo el mundo cree que es estúpido, él también piensa que debe
serlo. Es muy difícil creer algo que
nadie piensa de ti. Es imposible. Se necesita algún tipo de apoyo.
El niño carece de todo
apoyo. Busca a su alrededor, busca en
tus ojos. Tus ojos funcionan como un
espejo en él ve su rostro en ellos, y también ve lo que estás diciendo. Un niño puede volverse hermoso, feo, un santo
o un criminal. Depende del condicionamiento,
de cómo le condiciones. Pero tanto si se convierte en un santo o en un pecador,
no tiene importancia, en cuanto respecta a la miseria, pues de cualquier manera
será miserable. No importa si se
convierte en un estúpido o en alguien inteligente, porque –y recuérdalo bien-
es el condicionamiento el que trae la miseria.
Puedes condicionarle para que sea un santo, y lo será, pero continuará
siendo miserable.
Puedes ir a ver a tus pretendidos
santos. ¡No hallarás seres más
miserables en ningún otro lugar! A veces
los pecadores pueden sentirse gozosos, pero los santos nunca. Son tan santos… que ¿cómo podrían reírse,
disfrutar, bailar y cantar? ¿Cómo
podrían ser tan ordinarios y humanos?
Son sobrehumanos y permanecen congelados en la sobre humanidad. No es más que puro ego. El zen es un tipo de
religión totalmente distinto. Insufla
humanidad a la religión. No le interesa
nada sobrehumano. Todo su interés radica
en cómo convertir la vida cotidiana en una bendición. Otras religiones intentan destruir tu vida
cotidiana y hacer de ti alguien extraordinario; y esos son los viajes del ego,
y lo cierto es que no te harán feliz.
Te condicionan, te respetan. Como eres bueno la sociedad te respeta, como
eres bueno te respetan los padres, y porque eres bueno te respetan los
profesores. Y poco a poco te va
penetrando la idea de que si eres bueno todo el mundo te respetará y que si
eres malo nadie te respetará. Pero la respetabilidad no es vida. La respetabilidad es muy venenosa. Un ser humano realmente vivo no se preocupa
de la respetabilidad. Vive, y lo hace
con autenticidad. No se para a considerar
lo que piensan los demás. Gurdjieff solía decir a sus discípulos: “No
consideréis. Acordaros de nunca
considerar a los demás porque el ego surge en vosotros de la consideración
hacia los demás. Debe ser cortado de raíz”.
Una vez que el niño empieza a
fijarse, el niño ya tiene un yo. Este yo
es algo fabricado. Es un subproducto
social. En realidad no tienes ninguno,
lo que ocurre es que te lo crees. Es una
creencia, la más peligrosa de todas. En
realidad no hay un yo, en realidad no puede haberlo, porque no estamos
separados de la existencia, sino unidos y juntos en un universo. Ese es el significado de la palabra
“universo”: es uno. No es un multiverso,
sino un universo. Todo es uno; al morir,
al vivir, al nacer, al amar, al odiar, todos somos uno. Palpitamos juntos.
El hálito que tomo me viene de
ti. Hace un instante era tu hálito, y
ahora es el mío. Y en un instante dejará
de ser mío, para pasar a ser de otro. No
puedes reclamar ni siquiera tu respiración, decir que es mía”. Se mueve. Vivimos en un mar de vida; vivimos
dentro de todos. Lo que os pertenece a vosotros puede ser mío, lo que es mío
puede perteneceros a todos vosotros.
Hace tan sólo un momento, antes de que empezase a hablar, había algo en
mí; ahora lo estoy vertiendo en vosotros y se convertirá en vosotros. Se transformará en vuestra consciencia, en
vuestra memoria, en vuestra mente, será totalmente vuestro. Una vez se ha escuchado un pensamiento, una
vez se ha comprendido, pasa a ser vuestro.
Deja de ser mío. Estamos
interconectados.
Así que el yo es una entidad falsa
creada por la sociedad para sus propios propósitos. Si se comprenden los propósitos, uno puede
interpretar el papel pero sin dejarse entontecer por él. El propósito, es que todo el mundo necesita
un carnet de identidad; sino todo resultaría muy difícil. Todo el mundo necesita un nombre, una
dirección, un carnet de identidad, un pasaporte; de otra manera todo resultaría
muy difícil. ¿Cómo llamar a alguien? ¿Cómo dirigirse a alguien? Se trata de cosas utilitarias, necesarias,
sí, realmente necesarias, pero que carecen de verdad en ellas. Son arreglos.
A cierta flor la llamamos “rosa”. No es que sea su nombre -no lo tiene-, pero
tenemos que llamárselo, si no lo hiciéramos sería difícil distinguir entre una
rosa y un loto. Y si quisieras una rosa
te resultaría difícil decir qué es lo que quieres. Son requerimientos. Sí, tienes necesidad de un cierto nombre, de
una etiqueta, pero no eres el nombre ni la etiqueta. Este entendimiento debe
abrirse paso en ti: no eres tu nombre, no eres tu forma, no eres ni hinduista,
ni cristiano, ni indio, ni chino. No
perteneces a nadie, a ninguna secta ni organización. Debes entender que el todo te pertenece y que
tú le perteneces al todo. Es cierto. Con
este entendimiento t ego empezará a soltar presa, y un día sabrás que podrás
utilizarlo, pero ya sin que él te utilice.
Lo segundo que hay que recordar
es que el ego se identifica con un rol, con una función. Alguien es administrativo, otro es delegado,
el otro es jardinero, y otro distinto es gobernador. Son funciones, son cosas que haces; pero no es
tú ser. Cuando alguien pregunta: “¿Y tú quién eres?”, y tú dices: “Soy
ingeniero”, tu respuesta es existencialmente errónea. ¿Cómo puedes ser ingeniero? Eso es lo que haces, no lo que eres. No te encierres demasiado en tu función,
porque encerrarse demasiado en ella es encarcelarse. Realizas las funciones de un ingeniero, o el
trabajo de un médico, o de un gobernador, pero eso no significa que tú eres
eso. Puedes abandonar el trabajo de
ingeniero y convertirte en pintor, y puedes dejar de hacer de pintor y ser
barrendero… eres infinito.
Al nacer, un niño tiene
disponible la infinitud. Pero poco a
poco esa infinitud deja de estar disponible; empieza a fijarse en una cierta
dirección. Un niño nace multidimensional,
pero tarde o temprano empieza a elegir.
Y nosotros le ayudamos a hacerlo, para que pueda ser alguien.
Hay un dicho chino que habla de
que el ser humano nace infinito, pero poca gente muere infinita. El ser humano nace infinito y muere
finito. Cuando naciste eras pura
existencia. Cuando mueras serás un
médico, o un ingeniero, o un profesor.
¡Serás un perdedor en términos de vida!
Cuando nacista tenías abiertas todas las alternativas, infinitas
posibilidades: podías haberte convertido en profesor, en científico, en poeta;
tenías disponibles millones de oportunidades, todas las puertas estaban
abiertas. Y luego, poco a poco, te fuiste asentando, te convertiste en
profesor, en profesor de matemáticas, en un experto, en un especialista. Te fuiste estrechando cada vez más. Y ahora eres como un túnel pequeño que cada
vez es más y más estrecho. Naciste como el
cielo entero, pero no tardaste en meterte en un túnel, y ya nunca has salido de
él. El túnel es el ego. Es identificarse con la función.
Resulta insultante pensar en un
ser humano como un administrativo.
Resulta muy insultante pensar acerca de ti mismo como si sólo fueses un
administrativo; resulta degradante. Sois
dioses y diosas, nada menos. Puede que
más, pero no menos. Cuando digo que sois dioses y diosas, quiero decir que
vuestras posibilidades son infinitas, que vuestro potencial es infinito. Tal vez no estéis poniendo a trabajar todo
vuestro potencial, pero es que nadie puede, porque es tan vasto que resulta
imposible. Sois el universo entero; ni
siquiera en un tiempo eterno podrías llegar a agotar vuestro potencial. Eso es lo que quiero decir cuando digo que
eres un dios, que eres inagotable.
Pero hay que poner algo en
práctica. Aprendes un lenguaje, te
conviertes en alguien muy expresivo y articulado, y te conviertes en
orador. Cuentas con un cierto sentido
verbal y te conviertes en poeta. Tienes
cierto oído musical, te encanta la música, estás dotado para los sonidos y te
conviertes en músico. Pero esas son
posibilidades muy, pero que muy diminutas.
No pienses que te acabas con ellas; nadie se acaba nunca con nada. Sea lo que sea que hayas hecho, no es nada
comparado con lo que puedes hacer. Y
sea lo que sea que puedas hacer, no es nada comparado con lo que eres.
El ego significa identificarse
con la función. Claro está, un
gobernador tiene un cierto tipo de ego: es gobernador y cree que ha llegado a
algún sitio. Un primer ministro tiene un ego y también cree que ha llegado a
algún sitio. ¿Qué más puede haber para
él? Eso es una tontería, una estupidez.
La vida es tan grande que no hay modo de agotarla. ¡No hay manera! Cuanto más penetras en ella, más vastas son
las posibilidades que te abren sus puertas.
Sí, puedes alcanzar una cima, pero luego hay otra, y otra, y es un nunca
acabar. El ser humano nace a cada
instante si permanece disponible a su ser potencial.
El énfasis del ego está en hacer,
y el de la consciencia, en ser. El zen
es para ser y todos estamos por el hacer.
Así que vivimos en la miseria porque nuestros seres son inmensamente
grandes y los forzamos a vivir en túneles muy pequeños. Eso crea miseria, confinamiento. Se pierde la libertad y uno empieza a
sentirse impedido, bloqueado, vedado, obstruido, obstaculizado. Empiezas a sentirte limitado desde todas
partes. Pero no hay nadie responsable,
excepto tú.
Un hombre de entendimiento
funciona, trabaja en mil y una cosa, pero siempre se sale de ellas. Cuando va a
la oficina puede convertirse en un gobernador, pero en el momento en que sale
de la oficina deja de serlo, vuelve a ser el cielo abierto, vuelve a ser un
dios. Cuando regresa a casa, se
convierte en el padre, pero no se identifica con ello. Ama a su esposa, se
convierte en marido, pero no se identifica con ello. Tiene que hacer mil y una cosas, pero
permanece libre de todas las funciones. Es padre, marido, madre, hermano, hijo,
profesor, gobernador, primer ministro, presidente, barrendero, cantante… mil y
una cosas, pero puede permanecer libre de todo ello. Permanece trascendente, más allá. No hay nada que pueda contenerle. Pasa por todas estas habitaciones, pero
ninguna de ellas se convierte en prisión.
De hecho, cuanto más se mueve, más libre se vuelve. No tienes más que fijarte.
Cuando estás en la oficina, sé un
administrativo, sé un delegado, sé un gobernador -eso está muy bien-, pero en
el momento en que salgas de la oficina, no sigas siendo un gobernador, un
administrativo, un delegado. La función
ya ha acabado. ¿Por qué seguir cargando
con ella? No vayas andando por la calle
como si fueses gobernador, porque no lo eres. La gobernadora te pesará y no te
permitirá disfrutar. Los pájaros piarán
en los árboles, pero ¿cómo podrá participar de ello un gobernador? ¿Cómo puede bailar con los pájaros un
gobernador? Llegarán las lluvias y un
pavo real tal vez se ponga a bailar. ¿Cómo podrá un gobernador plantarse en
medio de la multitud para observarlo? Es
imposible. Un gobernador debe continuar
siendo gobernador. Sigue con lo suyo, nunca mira aquí o allá, nunca se fija en
el verdor de los árboles, ni mira la luna.
Sigue siendo gobernador.
Esas identidades fijas os
matan. Cuanto más fijos más muertos. Tenéis que recordarlo. No estáis confinados por nada de lo que
hagáis. Vuestras acciones no significan
nada para vuestro ser. Hay gente que viene a verme y me dice: “¿Y qué ocurre
con el karma pasado? ¿Y con las vidas
pasadas? Como digo que podéis iluminaros en un instante, me preguntan: “¿Y qué
ocurre con el karma pasado?”. Yo
respondo que ese karma nunca es un confinamiento, porque las acciones nunca lo
son. Si permaneces confinado es
simplemente porque así lo quieres, si no no habría tal confinamiento. Al igual que sales de la oficina y abandonas
tu función de gobernador, también en cada vida puedes salirte de esa vida. Ese sueño ha acabado, fuese dulce o una pesadilla. Te sales.
Eso es lo que hace constantemente
un meditador. Se sale a cada momento del
pasado, abandona por completo el pasado.
Deja de estar allí, no se queda remoloneando, está liberado de él. Entonces no hay karma. El karma no te
obstaculiza, eres tú el que se apega a él.
Se trata de un hábito, de una costumbre, y no haces más que practicarlo
continuamente.
Cuando no estás con tu esposa,
dejas de ser esposo. ¿Cómo puedes ser
esposo sin una mujer? No tiene
sentido. Cuando no estás con t hijo, no
eres ni padre ni madre. Cuando no
escribes poesía no eres poeta. Cuando no
bailas, no eres bailarín. Sólo lo eres cuando te pones a bailar. En ese momento palpitas en una cierta función
como bailarín, pero sólo en ese momento.
Cuando se detiene la música, desaparece el bailarín, y tú te sales de
ello. De esa manera uno se mantiene
libre, flotando, fluyendo. Me han contado que:
El bufón del rey hacía tantos
juegos de palabras que el rey, desesperado, le condenó a la horca. No obstante, cuando los verdugos se llevaron
al bufón al cadalso, el rey, pensando que después de todo no era nada fácil dar
con un buen bufón, se echó atrás y envió un mensajero con el perdón real. El mensajero llegó al cadalso justo a tiempo,
y allí estaba el bufón, ya con la soga al cuello, y leyó el decreto real. Pero para que el bufón fuese perdonado debía
prometer que nunca volvería a hacer otro juego de palabras. El bufón no pudo resistir la tentación y
canturreó: “Si no hay horca, me bailo una polca”. Y le colgaron, claro.
¿El karma pasado? Tu vida pasada ya no está ahí, ¿cómo es que
sigue revoloteando a tu alrededor? Está
ahí sólo a causa de tu costumbre, porque no dejas de ponerla en práctica. Lo practicas en esta vida. El día que abandones esa costumbre te
liberarás de ello. Podrás abandonar todo
el pasado en un instante. Este es uno de
los grandes mensajes del zen: que puedes iluminarte instantáneamente.
Todo el resto de religiones se
muestran muy miserables respecto a la iluminación. Son pura miserias, muy
serias y formales; afirman que hay que cerrar todas las cuentas, que los malos
karmas deben equilibrarse con otros buenos. Que llevará tiempo y no es nada
fácil. Pero ya llevas dando vueltas por
aquí desde toda la eternidad, y ya has hecho tantas cosas, ¡que liquidarlo todo
resultará imposible! Y mientras tanto,
mientras vas liquidando tu pasado, irás haciendo otras muchas cosas, que se
irán convirtiendo en tus problemas futuros.
Comerás, o al menos respirarás, y cuando respiras eres violento, al
igual que cuando comes. Y vivirás, y la vida es violenta, así que algo se te
irá pegando. Se convertirá en un círculo
vicioso. Nunca podrás deshacerte de
ello.
La ilógica zen, o la lógica zen,
es muy, pero que muy clara. El zen dice
que puedes deshacerte de todo ello ahora mismo, en este momento, porque sólo se
trata de un apego de tu parte. No es que
los karmas se aferren a ti, sino que tú te apegas a ellos. Si dejas de apegarte… se acabó. ¿Cómo deja
uno de apegarse? Hay que empezar en la
vida actual, en esta vida. Sé un esposo
y nunca seas un esposo. A eso es a lo
que me refiero cuando digo que un sannyasin debe ser un actor perfecto sé madre
y nunca seas madre; no te identifiques con el papel. Es un papel, cúmplelo con la mayor perfección
posible, tan estéticamente como sea posible, con tanto amor como puedas, disfruta colmándolo, que se convierta en una
obra de arte.
Sé una hermosa esposa, madre, sé
un maravilloso marido, o amante, pero no te conviertas en uno. En el momento en que te conviertes en ello te
estás buscando problemas. No permitas que las funciones se instalen en ti. No permitas que los roles se asienten en
ti. Sé exactamente como un actor
versátil, con muchos registros. El actor
interpreta muchos papeles: a veces es un padre, o una madre, y a veces es un
asesino, y otras tiene un papel muy serio, o bien interpreta un papel
ridículo. Pero interpreta todos los
papeles perfectamente igual, sin preocuparse por el que le ha tocado. Sigue
siendo versátil, y aporta todo lo que puede al papel. Si le das el papel de un asesino, será el
mejor asesino del mundo, si le das el de un santo será el mejor santo del
mundo. Y puede cambiar: en un acto será el santo, y en otro es el asesino. Pero
su perfección permanece intacta.
Esta versatilidad también tiene
que darse en la vida. La vida es una
gran obra de teatro. Sí, el escenario es
enorme, toda la Tierra funciona como un escenario y toda la gente son actores.
Pero nadie sabe adónde va a parar todo esto.
No han repartido el guión, pues debe crearse; hay que improvisar
continuamente. En el zen existen ciertas piezas teatrales llamadas Noh. No hay guión, sólo están los actores. Se alza el telón e improvisan. Empiezan a pasar cosas. Si hay gente en el escenario entonces seguro
que pasa algo. Aunque se hallen en silencio, sentados, mirándose… algo pasará,
sin necesidad de prepararlo ni ensayarlo.
La vida es exactamente igual,
momento a momento. Salta del pasado, y
sea lo que sea que pueda pasar, déjalo que pase, sin inhibiciones, sin
reprimirlo. Métete en ello todo lo
posible y tu libertad crecerá. Una cosa más antes de seguir adelante. El ego, o el yo, es la parte pretendiendo ser
el todo; es como si mis manos pretendiesen ser todo el cuerpo. Por ello, surgirán dificultades. Somos parte del universo infinito, y
empezamos a pretender que somos el todo.
El ego es una especie de locura, una neurosis, una megalomanía. El ego es una locura; si le escuchas te darás
cuenta de que así es. Cree que todo es
posible. Cree que puede conquistar el
todo, la naturaleza, a Dios. Piensa en
términos de conquista. Piensa en
términos de agresión. Cree que todo es
posible, que puede hacer cualquier cosa.
Y cada vez se torna más ambicioso, y más loco.
En China hay una historia zen muy
antigua. El mono* el mono es uno de los más antiguos símbolos
para designar la mente, el yo, el ego. El mono es una metáfora de la estupidez del
ego, y esta historia es extraña. Sólo
alguien zen puede escribir una historia así, ninguna otra religión puede ser
tan valiente. A las otras religiones -para
los cristianos, hinduistas, musulmanes- les parecerá sacrílega, irrespetuosa
hacia el Buda o Dios. Pero no lo
es. La gente zen ama tanto al Buda que
pueden gastarle bromas. Son producto del
más profundo amor; no tienen miedo. La
gente zen no son personas temerosas de Dios, recuérdalo, son amantes de
Dios. Cuando amas a alguien también te
puedes reír. Y saben que con su risa no
ridiculizan al Buda. De hecho, con su
risa le están ofreciendo su amor.
La historia ha sido condenada por
otras religiones. Sí, es cierto que los
cristianos no pueden escribir historias así sobre Jesús. Los jainistas tampoco escriben historias sobre
Mahavira, ni los budistas hindúes escriben historias como ésta sobre el
Buda. Sólo en China y Japón ha crecido
la religión de manera tan maravillosa, como para hacerlo posible. El humor ha sido posible. Escuchad la
historia: Un mono se presentó ante Buda.
Afirmó que podía hacer cualquier cosa, pues no era un mono
ordinario. Era como Alejandro
Magno. Decía: “¿Imposible? Esa palabra no existe en mi vocabulario. Puedo hacer cualquier cosa”. Era un mono sensacional, o al menos eso creía
él. El Buda le dijo:
-Voy a hacer una apuesta
contigo. Si realmente eres tan listo y
tan grande como dices, salta más allá de la palma de mi mano derecha. Si lo consigues, le diré al Emperador de Jade
que venga a vivir conmigo en el Paraíso Occidental y tú te quedarás con su
trono sin más. Pero si fracasas deberás
regresar a la tierra y realizar penitencia durante un palpa antes de regresar a
mi presencia. “Este Buda -pensó el mono para sí- es un tonto de remate. Puedo saltar ciento ochenta mil leguas, y la
palma de su mano no puede tener más de veinte centímetros de anchura. ¿Cómo no voy a poder saltar por encima?”.
-¿Estás seguro de poder hacer eso
por mí? -preguntó el mono. -Desde luego que lo estoy-respondió el Buda. Estiro
la mano derecha, que parecía del tamaño de una hoja de loto. El mono se puso la vara tras la oreja y saltó
con todas sus fuerzas. “Ya está bien –se dijo el mono para sí Ahora ya me he
pasado de largo”. Se movía con tal rapidez que casi resultaba invisible, y el
Buda, que le observaba con el ojo de la sabiduría, apenas vio pasar zumbando un
remolino.
El mono llegó finalmente a cinco
pilares rosados que se hallaban clavados en el aire. “Éste es el fin del mundo
-se dijo-. Todo lo que tengo que hacer
es regresar donde está el buda y reclamar mis derechos. El trono ya es mío”. “Un momento -pensó-. Mejor que deje constancia de alguna manera en
caso de que el buda me ponga penas”. Así que en la base del pilar del medio
escribió: “El Gran Sabio, Semejante al Cielo, ha alcanzado este lugar”. Luego, para mostrar su respeto, se alivió al
pie del primer pilar y saltó de regreso al lugar de origen.
De pie sobre la palma del buda,
dijo: -He ido y he vuelto. Puedes irle
diciendo al Emperador de Jade que me entregue los palacios del Cielo. -Mono
apestoso -dijo el Buda-. Has estado en la palma de mi mano todo el tiempo.
-Estás equivocado -aseguró el mono. Llegué hasta el fin del mundo, donde vi
cinco pilares de color carne clavados en el cielo. En uno de ellos escribí algo. Si quieres te llevaré allí para que lo
compruebes. -No será necesario –dijo el Buda-. Mira aquí abajo. El mono miró
con sus ojos fieros y acerados, en la
base del dedo corazón de la mano del Buda vio escritas las palabras: “El Gran
Sabio, Semejante al Cielo, ha alcanzado este lugar”. Y de entre el pulgar y el índice le llegó el
olor de orina de mono.
El mono es una metáfora del
ego. El ego cree que lo puede todo. Vive en esa falacia; la parte vive en la
falacia de que es el todo. El ego
impotente vive en la falacia de que es omnipotente. El ego, que ni siquiera existe, cree que es
el mismísimo centro de toda existencia.
De ahí proviene la miseria. Realizamos todo tipo de
esfuerzos, y todos fracasan porque el enunciado es falso. El ser humano intenta triunfar pero nunca lo
logra. Todo triunfo conlleva
frustración. Hemos acumulado mucho
dinero y muchos chismes, y hemos progresado muchísimo, pero la miseria no hace
más que crecer. Hoy en día, la miseria
es mayor que nunca. Nuestro siglo es el
más avanzado científicamente. El ser
humano nunca ha sido tan opulento ni nunca ha contado con tanda tecnología para
explorar la naturaleza, pero tampoco nunca ha sido tan miserable. ¿Qué es lo que no funciona? El enunciado mismo es falso.
Pera el no yo todo es posible;
para el yo nada es posible. Si quieres
conquistar el mundo, saldrás derrotado.
Si no pretendes conquistar el mundo, entonces serás conquistador. En rendirse a la experiencia radica la
victoria. La fuerza de voluntad no
conduce al paraíso, sino la entrega. Así que recuérdalo bien, y ahora entra en
esta parábola: Keichu, el gran maestro zen de la era Meiji, era el abad de
Tofuku-ji, un enorme templo de Kyoto. Un
día vino a visitarme por primera vez el gobernador de Kyoto. Su asistente le
llevó la tarjeta de visita del gobernador, en la que se leía: “Kitagaki,
gobernador de Kyoto”.
-No tengo nada que tratar con ese
tipo -dijo Keichu a su asistente-. Dile
que se largue de aquí. El asistente devolvió la tarjeta con sus disculpas: -Ha
sido culpa mía -dijo el gobernador. Tomó un lápiz y tachó las palabras
“gobernador de Kyoto”. -Pregúntale otra vez a tu maestro. -¡Ah! ¿Es Kitagaki? -exclamó el maestro cuando leyó
la tarjeta-. Hombre, dile que pase. ¿Qué
ha pasado? Se trata de una historia muy
simple, pero de tremenda importancia.
Este gobernador va a ver a un maestro
zen. Escribe su nombre -Kitagaki-, pero
no puede olvidarse de que es gobernador de Kyoto. Cuando vas a ver a un maestro debes olvidar
cualquier cosa de este tipo; de otro modo no vayas. Puede que vayas físicamente, pero
espiritualmente estás muy lejos, a kilómetros de distancia. El gobernador se interpondrá, la función se
interpondrá. ¿Cómo puede acudir a un maestro zen un gobernador? Un hombre puede ir, y una mujer también, pero
un gobernador, no. El “gobernador” es
una función. La consciencia puede venir,
pero el ego, no.
Al ver la tarjeta de visita, el
maestro dijo: “No tengo nada que tratar con ese tipo”. Ni siquiera entiende lo más elemental, así
que ¿para qué molestarse? Uno acude a un
maestro zen con profunda humildad, porque sólo se puede aprender en la
humildad. Vas para aprender, no para
demostrar quién eres. Debes rendirte,
entregarte, y no interpretar, ni manipular, ni impresionar. Vas bien humilde; sólo entonces podrás
ir. Si vienes con ciertas ideas –que
eres esto o lo otro-, entonces más vale que no vengas.
Pero llevamos nuestra función
como si fuese una máscara. El rostro
original permanece oculto. Si tienes
mucho dinero se ve en tu cara, porque está ocultando el rostro real. Si estás en algún asunto político, la
política aparece por ahí. Un maestro zen no es un maestro religioso
ordinario. No es un sacerdote, ni un
papa o un shankaracharya. No cree en la
jerarquía. Lo que quiere es verte
directamente y que tú le veas de la misma manera. No quiere que nada se interponga entre los
dos. Este “gobernador” estaba en
medio. Y a causa de este “gobernador” el
maestro no podría pernear a Kitagaki, y éste no podría comprender al maestro.
Este “gobernador” sería un gran impedimento que no permitiría la
comunicación. Y claro, cuando eres
gobernador no puedes estar relajado.
Estás tenso. Cuando eres
gobernador no estas dispuesto a escuchar, estás dispuesto a ordenar. Cuando eres gobernador no te inclinas ante
nadie.
El maestro tiene toda la razón
cuando dice: “No tengo nada que tratar con ese tipo. Dile que se largue de aquí”. Parece rudo.
Pero no lo es, pues su contestación es producto de la más profunda
compasión. Parece rudo porque estamos
demasiado acostumbrados a las formalidades.
Pero un maestro zen no forma parte de t mundo formal, y por eso es
maestro zen. Vive fuera de la sociedad. Es un pasota, un rebelde. No se preocupa de tus formalidades, porque la
mentira continúa existiendo gracias a las formalidades, al igual que el
ego. El ego se sustenta gracias a todo
tipo de formalidades.
El maestro ha segado toda la
hierba bajo los pies del gobernador.
Le
ha quitado todos los apoyos. Dice que no
quiere ver a ese tipo. Aparentemente es
duro y rudo, pero penetra en su interior y hallarás compasión. No se preocuparía si no fuese tan
compasivo. Habría dicho: “Vale, que
entre”, le hubiera visto, hablado y habría acabado con él, porque ¿para qué
molestarse? Pero en realidad quiere que
ese tipo entre, pero no puede hacerlo siendo un gobernador. La gobernaduría debe abandonarse en la
puerta. La vieja mente debe dejarse
fuera del tempo; debe entrar como una pizarra limpia. Debe entrar en el templo como un niño, sin
ninguna idea preconcebida acerca de quién es.
Entonces las cosas pueden comenzar a funcionar.
Entonces la chispa del maestro
puede prender en él. Recuerda que es por
compasión. A veces los maestros han sido
muy duros por compasión, casi crueles, y los maestro zen más todavía. En una
ocasión un gran político, un primer ministro, fue a ver a un maestro zen. Le preguntó: “Reverendo ¿cómo explicaría el
egoísmo?”. El rostro del maestro zen se
tornó súbitamente azul. Y le dijo al primer ministro, de manera muy arrogante y
desdeñosa: “Pero ¿qué es lo que preguntas, pedazo de zoquete?”. Esta inesperada respuesta sacudió
enormemente al primer ministro, tanto que la rabia le empezó a aflorar al
rostro. El maestro zen sonrió y dijo:
“Excelencia, eso es egoísmo”. Los maestros zen son muy realistas, muy
pragmáticos, muy prácticos. Creen en la
inmediatez, y no en las explicaciones.
Sacuden fuerte para despertarte.
Si el primer ministro hubiera
acudido a cualquier otro –a un santo hinduista o a uno jainista-, le habrían
ofrecido largas explicaciones. Le
habrían explicado teorías y filosofías; le habrían diseccionado la
cuestión. Pero este maestro zen se
limitó a clavarle el clavo en la cabeza.
En lugar de meterse en teorías, optó por los hechos. Creó la situación que provocó la ira del
primer ministro. De repente el ego dejó
de ser una cuestión teórica, para convertirse en un hecho inmediato. El ego surge, el humo está ahí, rodeando las
circunstancias del hombre. Y luego dice:
“Excelencia, eso es egoísmo”. Ha creado
algo y ahora puede señalarlo directamente.
Parece muy duro responderle así a
ese pobre hombre, que no ha hecho ninguna pregunta absurda, sino muy religiosa:
“¿Qué es el ego? ¿Qué es el egoísmo?”.
Parece muy duro responderle: “Pero ¿qué es lo que preguntas, pedazo de
zoquete?”. Y no obstante, este maestro
zen no era muy, muy zen. Porque se sabe
que los maestros zen te sacuden, gritan, saltan encima de ti, te abren la
puerta para que te vayas a fin de crear una situación en la que el problema
cobre realidad, para que puedas despertar al problema de manera directa. El zen es directo. No cree en las cosas indirectas. El asistente devolvió la tarjeta
con sus disculpas:
-Ha sido culpa mía –dijo el
gobernador.
Tomó un lápiz y tachó las
palabras “gobernador de Kyoto”.
-Pregúntale otra vez a tu
maestro.
Ese hombre debía ser muy
inteligente, porque los gobernadores ordinarios no saben actuar de esa
manera. Un gobernador normal y corriente
se hubiese enfadado de veras, y se habría vengado. Pero este hombre comprendió. Debía ser un
hombre de inteligencia singular, de gran comprensión, nada estúpido. Comprendió.
Pudo verlo. Pudo ver la compasión del maestro, la sugerencia, el
indicio. Una sugerencia muy sutil. De no haber sido muy inteligente se le habría
pasado por alto.
Sucede en muchas ocasiones. Mucha
gente pasa por alto las indicaciones que son muy sutiles. La realidad es muy sutil. Fue capaz de leer la compasión del maestro.
No se enfadó, ni se perturbó. Debió ver
la razón por la que el maestro dijo: “No tengo nada que tratar con ese
tipo. Era una indicación tan clara… Si
permaneces alerta, las cosas son en realidad muy claras; si no estás alerta,
entonces no lo son. Si no estás alerta,
tu rabia interna, tu reacción, añadirá más confusión. Ha sido culpa mía –dijo el
gobernador. Tomó un lápiz y tachó las
palabras “gobernador de Kyoto”. Pregúntale otra vez a tu
maestro. -¡Ah! ¿Es Kitagaki? -Exclamó el
maestro cuando leyó la tarjeta-. Hombre,
dile que pase.
La situación cambió por completo
con sólo deshacerse de las palabras “gobernador de Kyoto”. ¿Puede un cambio tan pequeño provocar otro
tan grande? Sí, pues la vida consiste en
cambios muy pequeños. El ego no es gran
cosa, más bien es una cosa pequeña. Pero
mientras sufras por su causa, te parecerá muy grande. Si eres lo suficientemente inteligente como
para desecharlo, verás que parece muy pequeño, como una mota de polvo en el
ojo. Cuando se te mete una mota de polvo
en el ojo te da la impresión de que se te ha metido todo el Himalaya. Todo está oscuro y cada vez peor, además de
que resulta irritante. Pero cuando
atrapas esa partícula de polvo y te la pones en la palma de la mano parece tan
pequeña… y eso mismo ocurre con el ego.
Una vez que empiezas a poder mirarlo, no parece gran cosa. Y la vida consiste en cambios realmente pequeños. Con un cambio pequeño tiene lugar un giro, y
con él cambia toda la percepción global.
Es necesario que comprendas lo
que sucedió en el interior de ese hombre. El que tachase las palabras
“gobernador de Kyoto” sólo es lo externo.
Pero ¿Qué sucedió interiormente?
También ahí debió de tachar algo, mucho más importante. Eso fue lo realmente importante. Tachó su función, su papel, su identidad. Se convirtió en una página en blanco. Tachó la idea de que era alguien. Olvidó todo lo que hubo aprendido hasta
entonces. En ese momento lo soltó
todo. No sabía quién era, así que ¿para
qué pretenderlo? Sí, trabajaba de
gobernador, de acuerdo, pero ¿qué tiene eso que ver con un maestro zen? ¿Y por qué tendría que importarle a un
maestro zen el hecho de que seas gobernador o no? Ese pequeño cambio interior puede cambiar el
mundo entero.
El cerebro humano está dividido
en dos partes, en dos hemisferios. Ahora, las investigaciones científicas han
demostrado muchos hechos acerca del cerebro humano. El lago derecho, el
hemisferio derecho del cerebro, funciona de una manera totalmente distinta que
el lado izquierdo. Están unidos por un
puente diminuto, y todo el engranaje cambia a través de ese puente. El lado izquierdo del cerebro funciona a
través de la razón: es prosa, lógica, agresión, ambición, ego. Es masculino, es yang, es muy violento. Este hemisferio izquierdo del cerebro es el
de las matemáticas, la acción, el análisis, la secuencia, la masculinidad, el
tiempo, la agresión, el trabajo… y todo ese tipo de cosas.
Los dos lados del cerebro están
unidos mediante un puentecito muy frágil, y continuamente cambiamos del
izquierdo al derecho y viceversa. De
hecho, eso es lo que provoca la respiración.
A veces respiras por la fosa nasal izquierda, y entonces tiene lugar un
cambio y empiezas a hacerlo por la derecha.
Cuando respiras por la fosa nasal derecha, se pone en funcionamiento el
hemisferio izquierdo, pues están conectados contrariamente. Cuando respiras a través de la fosa nasal
izquierda, es tu hemisferio derecho el que funciona.
Tu mano izquierda está unida al
hemisferio derecho, tu mano derecha lo está al hemisferio izquierdo. Por eso se
fuerza a los niños a escribir con la mano derecha. Da la impresión de que la derecha está bien,
pero que hacerlo con la izquierda es erróneo.
¿Por qué? Porque un niño que
escribe con la mano izquierda nunca será el tipo de persona que la sociedad
quiere que sea. Será más poético, más imaginativo. Albergará grandes sueños. Será pintor, bailarín, cantante, músico, pero
nunca será un as en matemáticas, ingeniería o ciencia. No se convertirá en un gran general, en un
asesino o un político, no. Por todo
ello, la mano izquierda es peligrosa. Se
necesitan diestros. La historia está
escrita por gente diestra. Los zurdos tienen
que cambiar, porque si usas la mano izquierda empezará a funcionar tu parte
imaginativa, tu parte femenina, tu falta de egoísmo. Serás más blando, te abrirás más. Serás más receptivo. Por eso obligan a los niños a cambiar.
Tarde o temprano tendrá lugar una
revuelta zurda contra los diestros.
Tienen que rebelarse. De hecho,
el cincuenta por ciento de las personas son zurdas –porque hay un equilibrio-,
pero las hemos obligado a cambiar. De ese cincuenta por ciento, aproximadamente
el cuarenta se han convertido en diestros a su pesar. El diez por ciento persiste. Pero lo hacen con miedo, con ansiedad. Como si algo estuviese equivocado. No es sólo
cuestión de manos, también lo es del cerebro.
Los lingüistas acaban de
despertarse al hecho de que en el mundo existen dos tipos de lenguas. Algunas
funcionan desde el hemisferio izquierdo, por ejemplo, el inglés. Se trata de una lengua científica, más
racional. En cambio, la lengua de los
hopis funciona desde el derecho. Se
trata de una lengua totalmente distinta, más pictórica, menos científica, más
poética, más colorista, más viva. Los
hopos no pueden desarrollar mucha matemática.
Hemos sido forzados a permanecer
cada vez más en el hemisferio izquierdo y poco a poco nos hemos olvidado del
derecho. Nos hemos olvidado del mundo
del hemisferio derecho. Cuando sueltas
el ego es un cambio que tiene lugar interiormente. Y tras ello surge en ti un tipo de energía
totalmente distinto; te tornas más poético, más divertido, más alegre. Y uno crece. El crecimiento tiene lugar a través de lo
femenino, y se realiza por el hemisferio derecho. Así que esta parábola es
simbólica. El gobernador
comprendió. Y dijo: “Vale, abandonaré la
idea de ser gobernador”. Al tachar la
idea de que era el gobernador de Kyoto pasó de su hemisferio izquierdo al
derecho. Y sólo es posible mediante esa traslación.
Al contar la historia del
Espíritu del Océano hablándole al Espíritu del Río, Chuang-Tzu dice: “No puedes
hablarle del océano a una rana de pozo, una criatura que pertenece a una esfera
más estrecha. No puedes explicarle el
hielo a un insecto estival, una criatura de temporada. No puedes explicarle el tao a un pedagogo,
porque su alcance es demasiado limitado.
Pero ahora que has emergido de tu estrecha esfera y visto el gran
océano, conoces tu propia insignificancia y puedo hablarte de grandes
principios.
Eso es lo que el océano le dice
al río cuando éste desemboca en el mar.
Hasta ese momento el océano ha permanecido tranquilo y ha guardado
silencio. El río estaba ahí, dudando entre entrar o no en el océano, y éste
guardaba silencio. Entonces el río
desembocó en el océano y éste dijo: “Ahora que has emergido de tu estrecha
esfera y visto el gran océano, conoces tu propia insignificancia y puedo
hablarte de grandes principios”.
Eso es exactamente lo que sucedió
cuando Kitagaki dijo: “Sí, ha sido culpa mía”.
Esa sensación de que se había equivocado es un cambio radical. A la
gente le resulta muy difícil reconocer que se han equivocado. Trata de defenderse, de racionalizar. Lo más
fácil hubiera sido pensar: “Ese hombre es arrogante, un egoísta”. ¿Qué habrías hecho de estar en el lugar de
Kitagaki? Piénsalo… te hubieras dicho
que ese hombre era arrogante. ¿Qué clase
de maestro es? Un maestro debe ser
humilde, un maestro debe ser la humildad personificada. Y ese hombre es un egoísta, ni siquiera sabe
guardar las formas. Es rudo y primitivo.
Te hubieras enfadado. Habrás
echado mano de mil y una racionalizaciones.
La gente va por ahí existiendo a base de racionalizaciones.
-Estoy enamorado de mi caballo -le
dijo el paciente preocupado al psiquiatra. -Eso no es grave replicó el psiquiatra-. Mucha gente ama a los animales. Mi esposa y yo tenemos un perro al que
queremos muchísimo. -Ah, doctor, ¡pero es que lo que siento por mi caballo es
atracción física! -Ya… -dijo el psiquiatra-.
¿Qué clase de caballo es? ¿Es un
potro o una yegua? -¡Una yegua, desde luego! -Respondió el paciente-. ¿Es que cree que soy marica? Siempre puedes
echar mano de algo para defenderte.
Puedes defender tu estupidez, tu enfermedad, tu neurosis. Puedes defender el estado en que te hayas. Puedes defender tu sufrimiento y tu
miseria. La gente defiende sus infiernos
con denuedo, no quieren salir de ellos.
En el momento en que el gobernador
se dijo que había cometido un error, cambió todo su ser interior. ¿Te has fijado en lo que sucede en esas
ocasiones? En el momento en que dices: “Sí, me he equivocado”, de repente
desaparece una tensión. Ahora no hay
defensa, ahora no necesitas estar a la defensiva, ahora puedes abrirte. En el momento en que tachó las palabras
“gobernador de Kyoto”, se convirtió en otro hombre. Dejó de ser la misma persona. Por eso el maestro dijo: “¡Ah! ¿Es Kitagaki?
Hombre, dile que pase”. Ahora es
una persona completamente distinta.
Dos personas están sentadas en un
bar. -Voy a dejar ese trabajo y quiero que vengas conmigo -dijo uno de ellos,
después de la octava copa. -¿En serio? –preguntó el amigo. -Sí. Sé de un sitio en África donde hay un montón
de oro esperando a que alguien se agache a recogerlo. -Ya sabía que había una
pega. -¿Cuál es la pega? -Que hay que agacharse. Cuando vas a ver a un maestro
tienes que agacharte, y eso es lo más difícil del mundo. El que toques los pies del maestro no se
trata únicamente de una formalidad oriental.
No es eso. Es simbólico. Ahora se ha convertido en una formalidad, y
por eso ya no tiene sentido, pero si le tocas los pies al maestro de verdad hay
algo que cambia enormemente en tu interior.
Dejas de ser la misma persona, porque has tachado “gobernador de
Kyoto”. Eres más libre, estás más
abierto y dispuesto a recibir. En el
momento en que le tocas los pies al maestro eres más femenino, más pasivo, más
dispuesto. Estás listo para ir con el
maestro. El viaje es hacia lo
desconocido, así que debes confiar. No
hay manera de demostrar nada. No lo
conoces, no lo has experimentado, no hay manera de demostrarlo aunque
exista. Debes confiar.
Es como un pájaro enseñándole a
sus crías a volar en el cielo… Nunca
volaron antes, acaban de romper el cascarón, se están preparando. Ni siquiera saben que tienen alas. Las tienen, pero ¿cómo van a saberlo si nunca
han estado en el cielo? ¿Cómo podrán
saber que tienen alas? La madre les
enseña. ¿Cómo? Sale y aletea. Las crías la observan y empiezan a sentir
algo en su interior. Sí, a ellas les
gustaría hacer lo mismo. Pero están
asustadas. Permanecen sentadas en el
borde del nido, atemorizadas. Así que la
madre va y les convence: “Por favor, venid”. Tal vez una de las crías, un poco
más valiente que el resto, más dispuesta a lanzarse al peligro, acaba
saltando. Su salto resulta extraño, su
vuelo no acaba de ser vuelo, y no tarda en regresar. Pero ahora sabe que tiene alas. Ahora aprender sólo es cuestión de
tiempo. Sabe que es capaz de
hacerlo. A veces la madre debe empujar a
las crías, sólo empujarlas, para que sean conscientes de sus alas.
Un maestro está en la misma
situación. Debes confiar, como un hijo
confía en su madre. El maestro te lleva
a realizar un viaje por donde nunca has estado.
De hecho, te lleva a realizar un viaje por donde nunca has soñado, por
no decir experimentado. Te lleva a realizar unos viajes del que nunca has oído
hablar. No puedes escuchar, aunque
alguien esté hablando de ello, porque te resulta muy poco familiar. El maestro está cambiando completamente tu
mente. Te conduce a una metamorfosis, a
una transformación, a una metanoia. A
veces podrás convencer, otras deberá empujar, pero una vez que estés en el
cielo, sabrás.
Y lo más hermoso será que no te
dará nada. Las alas ya eran tuyas, al
igual que la energía para volar; y el cielo es tan tuyo como del maestro; no te
estará dando nada. Pero no obstante, te habrá
dado grandes cosas. Te habrá dado valor,
y la posibilidad de confiar, de entrar en una nueva aventura, de avanzar hacia
lo desconocido. “¡Ah! ¿Es Kitagaki? Hombre, dile que pase”. Ese borrar el título
se ha convertido en un símbolo, y él comprendió su error. Resulta muy instructivo. Ahora el maestro está dispuesto a
recibirle. El maestro sólo puede
recibirte cuando estés listo para ser recibido.
Antes de tiempo sería prematuro, no serviría de nada, no te sería de
ayuda.
Si el maestro se hubiera mostrado
un poco más formal, la visita del gobernador hubiera sido un tiro a
ciegas. Pero como el maestro no lo fue,
el gobernador tuvo la oportunidad de crecer. Y creció, porque ese crecimiento hay veces en que tiene lugar en un
instante. La inteligencia no necesita tiempo.
Si eres inteligente, lo que te estoy contando ya te estará sucediendo; si por
el contrario, eres estúpido, deberás pensar en ello. Si no, en el momento en que yo dijese algo,
a ti te pasaría ese algo. Lo digo, y
empieza a suceder, empiezas a sentirlo, empiezas a tener un cierto gusto por
ello, empiezas a aletear, a prepararte para saltar. Empiezas a tener valor, empiezas a sentirte
atraído hacia el riesgo que entraña. Mientras
yo digo algo, si eres inteligente, no hay necesidad de hacer nada; te sucederá
con sólo escuchar.
El Buda dijo que había dos tipos
de personas: los que alcanzaban la verdad al escucharla, y los que tenían que
esforzarse mucho. La segunda categoría es mediocre, pero te sorprenderá saber
que esa segunda categoría se ha hecho muy importante. A la primera la llama shravaka, exactamente
la misma palabra que utiliza Mahavira.
Quienes realizan con sólo escuchar: shravaka. Y la segunda la llama sadhu: quienes no
realizan con sólo escuchar, sino que deben esforzarse porque su inteligencia no
es suficiente. Si no, la inteligencia es
liberación. Si la escucha es correcta,
sucede por sí mismo. Entonces cualquier
situación puede ser una oportunidad.
El zen llama mu-shin a este
estado de la mente. Mu-shin implica un
estado de no mente, de inteligencia pura.
Ningún pensamiento se mueve, sólo la llama de la atención. En este estado el observador deja de estar
separado de lo observado, el conocedor ya no sigue separado de lo conocido, el
oyente no está separado del orador. En
ese momento hay comunicación, y en ese momento hay transferencia. Entonces cualquier cosa puede servir, como
por ejemplo mi silencio, o mi palabra, o cualquier gesto de mi mano. Debes permanecer en mu-shin, un
estado mental carente de ego, sin limitaciones.
Dios, el nirvana, sólo es posible en ese estado. Tenemos el famoso haiku
de Basho: El viejo estanque, salta la rana. Plaf.
Se dice que Basho se hallaba
sentado junto a un viejo estanque, un estanque muy antiguo. Y que en una piedra había una rana
sentada. Debía ser una mañana muy
soleada y la rana debía estar disfrutando del sol. Basho observaba, simplemente sentado y en
silencio. Debía hallarse en un estado de
mu-shin. El viejo estanque, salta una rana. Plaf.
Y con el sonido de la rana
saltando en el viejo estanque -plaf-, se dice que Basho se iluminó. Ese “plaf” fue suficiente para despertarle. Si,
en mu-shin, incluso un “plaf” es suficiente. Este gobernador debía ser un
hombre muy inteligente. De pie, junto a
la puerta del maestro, debió de haber alcanzado, poco a poco, un cierto
vislumbre de mu-shin. Y cuando llegó el
asistente, con las excusas –“Señor, el maestro no desea veros. Ha rechazado la tarjeta. Ha dicho: “No tengo nada que tratar con ese
tipo”-, éstas debieron ser como… plaf… Algo sucedió en ese momento. El gobernador reconoció su error y se
transformó en un hombre completamente distinto. Dejó de ser el mismo.
Sí, puede suceder en un
instante. Es una cuestión de pura
comprensión. Este canto del cuclillo también
puede conseguirlo… plaf. El viento al pasar entre los árboles también puede
provocarlo… plaf. Es posible. Lo
imposible es posible si se está en mu-shin.
Y el zen no es más que una disciplina acerca de cómo alcanzar este
mu-shin, este estado de no mente.
* Hace referencia
a la novela china más famosa de todos los tiempos, Viaje al Oeste (Siruela,
Madrid, 1999), sobre las aventuras del monje Tang, el mono Wu-Kung, el cerdo
Ba-chie y el bonzo Sha, que parten hacia el Paraíso Occidental (India) en busca
de las escrituras del Buda, con la ayuda de bodhisattva Kuan-yin. (N. del T.).
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